24.2.12

#3 Starbucks

Llegamos al Starbucks de Rosario con ciertos resquemores (?). A los cinco segundos de estar paradas frente al mostrador, detectamos que Starbucks no es un buen lugar para leer: a la música constante deben sumársele una serie de ruidos insoportables que provienen del aire acondicionado, de las cafeteras y de todas las máquinas que se encuentran allí funcionando. Como para que se den una idea, preferimos resignar el aire acondicionado y sentarnos afuera, aun cuando allí había una horda de, por lo menos, 30 adolescentes enardecidas gritando como animalitos de granja a los que les han abierto la tranquera (y no, no exagero).
Con bastante rapidez, hacemos nuestro pedido. Lo hace Georgina, puesto que su cabeza quedaba visible detrás del mostrador (si medís un metro cincuenta, ojo, que se te va a dificultar hacer el pedido si no te ven en medio de todo ese ruido). Dos capuccinos con chocolate, un café latte, un rollo de canela (que viene a ser como una ensaimada pero cool) y un scon de arándanos. Hubiéramos pedido algo más (éramos tres personas) si las cosas dulces no tuvieran el tamaño de un departamento de dos ambientes con cochera. El scon era húmedo y rico y el rollo de canela también. Así y todo, coincidimos en que la tosquedad de ambos estaba de más.
Como dije, Georgina hizo el pedido. La empleada que lo tomó le preguntó antes cómo se llamaba, pregunta a la que Georgina respondió, obviamente, “Georgina”. Acto seguido, esa empleada que no habíamos visto nunca antes, empezó a decirle “Georgi”. Entre que pagamos y nos sirvieron los cafés, Georgina fue llamada “Georgi” mil veces por, al menos, tres empleados que, repito, jamás habíamos visto en nuestras vidas. Fue tan exasperante el entusiasmo confianzudo que, cuando le preguntaron si necesitaba algo más, la única respuesta que parecía verosímil era: “Sí, necesito que dejes de llamarme Georgi porque no te conozco y tu exceso de confianza me va a provocar una embolia”. Por supuesto, no lo hizo porque, sospecho, los empleados sonreían tanto que llegaron a perturbarnos a niveles indecibles. Sólo queríamos salir de allí. Se preguntarán: ¿se están quejando porque los empleados atienden bien? Una cosa es atender bien o muy bien a los clientes y otra -muy otra- es exacerbar esa buena atención rozando los límites de lo artificial. Para artificial, ya teníamos el café, muchachos, en serio.

Fotos: Georgina Matich
Llevamos el café a la mesa. Lo revolvimos. Empezamos a tomarlo. La espuma. La espuma no se iba. La espuma quedó en el fondo de los vasos, aun cuando ya no había más café. Yo, que soy muy miradora de los niveles de espuma lógicos en el café express, quedé perpleja: ¿qué acabo de meter en mi organismo, por el amor de Buddha? Prefiero no saberlo. La espuma perenne va a quedar para siempre en mis pesadillas.
Entonces, Starbucks no es un buen lugar para leer, mucho menos para charlar, salvo que tu concepto de “charla” sea gritar como si estuvieras en la cancha y quisieras comunicarte con alguien que está en el campo de juego. Para los precios que venimos manejando hasta el momento, es ridículamente caro (gastamos $74), sobre todo si consideramos que hay que hacer el pedido, esperarlo y llevarlo uno a la mesa en bolsas de papel y vasos descartables. La pastelería es aceptable pero tampoco es un manjar como para que valga la pena soportar ese infierno. Ahora, si no te gusta tomar café, no tenés nada de qué hablar con tus amigos y no te interesa leer, quizás sí sea un lugar para vos. Fijate. Nosotras partimos para nunca más volver.

15.2.12

Para leer: El barón rampante, de Ítalo Calvino

Como bien señaló Fiamma en el post anterior, el libro de las fotos es una edición “antigua” de El barón rampante, de Ítalo Calvino. Hace unos meses, hablábamos con Georgina de este libro y me pareció que valía la pena intentar una relectura. Para mi sorpresa (acá empieza la sección: casualidades que no conducen a nada), descubrí que lo había leído a los 16, porque alguien me lo regaló para mi cumpleaños. 16 años después, a escasos días de cumplir 25 32, termino de releerlo. En general, trato de no releer aquellos libros que me fascinaron en la adolescencia, para evitar posibles desilusiones (?). Esta vez, sin embargo, El barón rampante ha pasado la prueba.


Esta novela de Calvino cuenta la historia de Cosimo Piovasco quien, a causa de una pelea con su padre, decide vivir en los árboles a modo de protesta contra ciertos órdenes establecidos. Vivir en los árboles hasta su muerte no le impide, sin embargo, participar hábilmente en los hechos históricos más relevantes de su época: “Mi hermano sostiene -respondí- que quien quiere mirar bien la tierra debe mantenerse a la distancia necesaria”.
Si todavía no lo leyeron, léanlo. Si ya lo leyeron, quizás este sea un buen momento para releerlo. Calvino tiene una simplicidad y una contundencia que, probablemente, siempre lo hará valer la pena. 

10.2.12

#2. Eileen Schmidt. Pastelería tradicional & Café.

Tarde de viernes de febrero. Llegamos a Paraguay 223 (Rosario), básicamente, siguiendo la fama de la pastelería. El lugar es simple: debe tener unas diez mesas, no está abarrotado de elementos decorativos, las paredes son de un amarillo intenso, pero la iluminación evita que uno se vuelva loquito si se queda mirándolas fijamente más de quince segundos. La música que sonaba era tranquila, adecuada al lugar. Detrás de nosotras, entró un señor que hizo su pedido rápidamente, fue atendido sin dilación y se retiró antes de que nos diéramos cuenta. Nosotras miramos la carta, la moza se acercó para tomar el pedido y, a la brevedad, teníamos en nuestra mesa un muffin de naranja y frambuesas, otro de chocolate con chips y dos cafés. Punto a favor: la atención es buena y veloz. Podríamos haber pensado que era lógico, porque no había nadie más pero ¿cuántas veces se han encontrado en lugares en los que no hay nadie y tardan una eternidad en atenderlos?
Fotos: Georgina Matich
A priori, podríamos pensar que el ambiente es ideal para leer: buena música, poca gente, los muffins son esponjosos y tienen la humedad perfecta y el café es rico y está bien hecho. El problema es que a los diez minutos de estar sentadas en las sillas tijera de madera, ciertas partes del cuerpo empiezan a resentirse (?). Convengamos, además, que las sillas tijera son una suerte de trampa mortal pergeñada por diseñadores perversos y un mal movimiento puede terminar en catástrofe. A esto hay que sumarle que las mesas redondas son muy pequeñas y tienen una altura extraña que las hace bastante incómodas. Leer, a lo mejor; estudiar o escribir, olvidate (y olvidate también del wi-fi, porque no hay), salvo que quieras sufrir o entrenar para malabarista.
Así que, con todo el dolor del alma, debo decir que este no es un buen lugar para leer ni para largas charlas, a menos que tengas un trasero voluminoso (?) que oficie de almohadón y no temas ser aguillotinado por las sillas. En cambio, sí es un buen lugar para comer cosas ricas, tomar buen café y pagar un precio razonable por ello (dos cafés en jarrita y dos muffins, $26). Un punto muy en contra es el baño (acá mi madre diría: decí ‘toilette’, ponele, pero a mí no me salen esas sutilezas). A ver, es evidente que no se trata de un lugar por el que pasan 150 clientes por día. Entonces, si bien el baño es amplio y parece estar limpio, no puede ser que haya una montaña sideral de papeles y fluidos corporales (?) en el inodoro. Todo bien, pero no.
Estén atentos (?), porque en el próximo post, viene la reseña del libro que ven en las fotos. Si adivinan saben cuál es, no les vamos a dar un premio [recién empezamos, no sean pedigüeños] pero los podemos felicitar mucho (?), así que no sean tímidos y comenten. Al fin y al cabo, esto es ‘Bares para leer’, si no hablamos de libros, nos falta algo (?).

2.2.12

#1. La culpa


Martes de enero, seis de la tarde. En un preciosa esquina de Rosario, cerca del río, La culpa nos tienta y entramos. Primer punto a favor: al fondo, vemos unas estanterías con tés de Chez Pauline que no sabíamos que podíamos comprar aquí. Ya bien predispuestas, nos sentamos en una de las mesas y esperamos que nos atiendan. Había unas cuantas mesas ocupadas, pero la acústica del lugar es buena y no se escuchan ruidos molestos. Primer punto en contra: se acerca la moza, con cara de 'por qué la gente viene a molestarme' y contempla nuestras caras atónitas sin ofrecernos una carta. Debemos pedirla. 
Decidimos que podríamos probar el té de la casa, que ofrecía elegir entre cinco blends de Chez Pauline, más: galletitas de avena, espumitas de limón y torta. Como el precio nos parecía sumamente barato ($30), preguntamos si el té estaba pensado para una sola persona o podía compartirse. Segundo punto en contra: la moza nos mira como si le hubiéramos preguntado cuál era la raíz cuadrada de 8765999034 y nos pide que esperemos porque "eso no sale nunca" (sic). Los clientes no necesitamos conocer esa información. Llegó pronta con la respuesta: nos podía armar algo parecido y sólo podíamos elegir entre dos variedades de té. Decidimos aceptar la propuesta, porque no podíamos creer que algo que debiera ser tan simple hubiera resultado, prácticamente una cuestión de Estado. La pregunta clave fue si preferíamos que el saquito de té viniera dentro o fuera de la tetera. Esas cosas no se preguntan, querida. 


Unos minutos después (punto a favor: el tiempo de espera fue lógico), recibimos en nuestra mesa dos tazas, la tetera, una porción de torta de chocolate, un plato con galletitas que nada tenían que ver con lo ofrecido en el menú y un vasito de jugo de naranja, que no probamos. Nada de lo que probamos fue una delicia de los dioses (?), pero estaba bien.
El ambiente es muy agradable para leer. Las sillas son cómodas y, aunque con el paso del tiempo, el resto de las mesas se fue ocupando, el nivel de ruido no aumentó de manera considerable. Por esto, también es muy agradable para charlar, puesto que uno no termina gritando aturdido, como pasa en otras cafeterías. Antes de irnos, pedimos la lista de precios de los tés que venden. La encargada -suponemos- se acercó muy amablemente (punto a favor) para responder a nuestras preguntas. Es una lástima, sin embargo, que crea que vende tés San Pauline (sic) pero, bueno, se ve que no se puede tener todo en la vida (?). 
En síntesis, La culpa es un buen bar para leer a la tardecita, si uno no se pone muy quisquilloso con lo que pretende beber y/o comer. Así que, volveremos otro día en otro horario para ver si el clima de lectura se mantiene y probaremos alguna otra cosa, a ver si podemos hablar un poco mejor de la pastelería y probar el servicio de wi-fi. Por ahora, es lo que hay.