Llegamos al Starbucks de Rosario con ciertos resquemores (?). A los cinco segundos de estar paradas frente al mostrador, detectamos que Starbucks no es un buen lugar para leer: a la música constante deben sumársele una serie de ruidos insoportables que provienen del aire acondicionado, de las cafeteras y de todas las máquinas que se encuentran allí funcionando. Como para que se den una idea, preferimos resignar el aire acondicionado y sentarnos afuera, aun cuando allí había una horda de, por lo menos, 30 adolescentes enardecidas gritando como animalitos de granja a los que les han abierto la tranquera (y no, no exagero).
Con bastante rapidez, hacemos nuestro pedido. Lo hace Georgina, puesto que su cabeza quedaba visible detrás del mostrador (si medís un metro cincuenta, ojo, que se te va a dificultar hacer el pedido si no te ven en medio de todo ese ruido). Dos capuccinos con chocolate, un café latte, un rollo de canela (que viene a ser como una ensaimada pero cool) y un scon de arándanos. Hubiéramos pedido algo más (éramos tres personas) si las cosas dulces no tuvieran el tamaño de un departamento de dos ambientes con cochera. El scon era húmedo y rico y el rollo de canela también. Así y todo, coincidimos en que la tosquedad de ambos estaba de más.
Con bastante rapidez, hacemos nuestro pedido. Lo hace Georgina, puesto que su cabeza quedaba visible detrás del mostrador (si medís un metro cincuenta, ojo, que se te va a dificultar hacer el pedido si no te ven en medio de todo ese ruido). Dos capuccinos con chocolate, un café latte, un rollo de canela (que viene a ser como una ensaimada pero cool) y un scon de arándanos. Hubiéramos pedido algo más (éramos tres personas) si las cosas dulces no tuvieran el tamaño de un departamento de dos ambientes con cochera. El scon era húmedo y rico y el rollo de canela también. Así y todo, coincidimos en que la tosquedad de ambos estaba de más.
Como dije, Georgina hizo el pedido. La empleada que lo tomó le preguntó antes cómo se llamaba, pregunta a la que Georgina respondió, obviamente, “Georgina”. Acto seguido, esa empleada que no habíamos visto nunca antes, empezó a decirle “Georgi”. Entre que pagamos y nos sirvieron los cafés, Georgina fue llamada “Georgi” mil veces por, al menos, tres empleados que, repito, jamás habíamos visto en nuestras vidas. Fue tan exasperante el entusiasmo confianzudo que, cuando le preguntaron si necesitaba algo más, la única respuesta que parecía verosímil era: “Sí, necesito que dejes de llamarme Georgi porque no te conozco y tu exceso de confianza me va a provocar una embolia”. Por supuesto, no lo hizo porque, sospecho, los empleados sonreían tanto que llegaron a perturbarnos a niveles indecibles. Sólo queríamos salir de allí. Se preguntarán: ¿se están quejando porque los empleados atienden bien? Una cosa es atender bien o muy bien a los clientes y otra -muy otra- es exacerbar esa buena atención rozando los límites de lo artificial. Para artificial, ya teníamos el café, muchachos, en serio.
Llevamos el café a la mesa. Lo revolvimos. Empezamos a tomarlo. La espuma. La espuma no se iba. La espuma quedó en el fondo de los vasos, aun cuando ya no había más café. Yo, que soy muy miradora de los niveles de espuma lógicos en el café express, quedé perpleja: ¿qué acabo de meter en mi organismo, por el amor de Buddha? Prefiero no saberlo. La espuma perenne va a quedar para siempre en mis pesadillas.
Entonces, Starbucks no es un buen lugar para leer, mucho menos para charlar, salvo que tu concepto de “charla” sea gritar como si estuvieras en la cancha y quisieras comunicarte con alguien que está en el campo de juego. Para los precios que venimos manejando hasta el momento, es ridículamente caro (gastamos $74), sobre todo si consideramos que hay que hacer el pedido, esperarlo y llevarlo uno a la mesa en bolsas de papel y vasos descartables. La pastelería es aceptable pero tampoco es un manjar como para que valga la pena soportar ese infierno. Ahora, si no te gusta tomar café, no tenés nada de qué hablar con tus amigos y no te interesa leer, quizás sí sea un lugar para vos. Fijate. Nosotras partimos para nunca más volver.
Fotos: Georgina Matich |
Entonces, Starbucks no es un buen lugar para leer, mucho menos para charlar, salvo que tu concepto de “charla” sea gritar como si estuvieras en la cancha y quisieras comunicarte con alguien que está en el campo de juego. Para los precios que venimos manejando hasta el momento, es ridículamente caro (gastamos $74), sobre todo si consideramos que hay que hacer el pedido, esperarlo y llevarlo uno a la mesa en bolsas de papel y vasos descartables. La pastelería es aceptable pero tampoco es un manjar como para que valga la pena soportar ese infierno. Ahora, si no te gusta tomar café, no tenés nada de qué hablar con tus amigos y no te interesa leer, quizás sí sea un lugar para vos. Fijate. Nosotras partimos para nunca más volver.